viernes, 1 de febrero de 2013

Fotos de casas abandonadas 
HEMOFILIA



El estruendo me hizo despertar bruscamente. Una tenue luz entraba por la ventana proyectándose en el cristal de la vitrina. Me asomé con miedo infantil a la puerta, pero me abstuve de abrir y lo que hice fue correr las cortinas de una de las ventanas. Repentinamente unas sombras pasaban veloces por la calle, casi no podía ver de qué se trataba. Corrí a la otra ventana para aprovechar el ángulo y ver mejor. Resultaba casi imposible la visión, así que decidí salir para percatarme de lo que sucedía.
Lo primero que noté fue la soledad que imperaba, algo muy raro.

Me detuve en la calle Primera buscando una orientación más precisa, y al voltear, quedé boquiabierto al ver que la misma, estaba plagada de perros.  Si fuese a escribir una historia de miedo, comenzaría por; ‘’Esa noche, los perros invadían la ciudad, parecían venir del cementerio’’. Sería un gran argumento, porque conforme caminaba aparecían más perros. Lleno de asombro, miré a uno de ellos en cuyos dientes se reflejaba la luna, fue entonces cuando corrí, pero mi error fue que por el miedo, lo hice contrario a mi casa. Corrí con esfuerzo vano. No se divisaba ni una persona, un transeúnte, alguien que saliera del Bar. El vacío de gente era absoluto. Tomé la calle Segunda tratando de huir de los canes aparentemente poseídos, no hallo una forma de explicar las facciones de sus horrorosas caras. En un descuido, uno de ellos logró morderme mientras que otro desgarraba mis ropas a dentelladas.

Era algo horrible, por más que intentaba, no lograba zafarme de las mortales mordidas. Grité por auxilio pero era como si los perros hubiesen tomado el control de todo. Con un pedazo de metal logré deshacerme de mis agresores, y casualmente, vi una casa con la puerta entre abierta, y sin pensarlo dos veces, entré. La pérdida abundante de sangre hizo que me desmayara al entrar. Mis pesadillas han escapado de mi mente –pensé en medio de la desesperación-. La sangre comenzó a mojar la alfombra que adornaba la casa. Volví a pedir auxilio pero me respondió mi propia voz.
Miré que mi pierna izquierda estaba ensangrentada.  A rastras, logré sentarme sobre un sofá y tomar el teléfono. Marqué a mi casa con la esperanza de que mi mujer contestara, pero la voz que me atendió no hizo más que reír burlonamente. Por un momento creí enloquecer, ¡esa es mi voz! El auricular se me resbaló de las manos y todo comenzó a darme vueltas. ¿Esto será un mal chiste? ¿Se tratará en verdad de una simple y estúpida pesadilla? Pensé-.
 La espesura de la noche podía cortarse fácilmente. Afuera, los perros aullaban como lobos, me resultaba increíble aceptar lo que ocurría. Mi inquietud no estaba fundamentada en la posibilidad de terminar hecho trizas por los cuadrúpedos, sino en que algo le pudo haber pasado a mi esposa porque alguien estaba en mi casa, alguien imitando mi propia voz. Me levanté del sofá con la intención de salir de la abandonada casa. Bajo los efectos del mareo, como pude, llegué hasta la puerta. El estruendo fue mayor esta vez, y la herida aun sangraba sin cesar. El miedo a morir comenzó a embargarme de forma desmedida, como si lanzaran baldes de agua helada sobre mi cuerpo. ¿Cómo puede uno explicar tal sensación sino es palpando la misma muerte y su delirio?

No logro desasirme del horror. La idea de que soy el único que ha quedado en la ciudad, no es para creerse héroe, como mucho menos la intención de la muerte, de sorprenderme en este lugar. Al tomar el manubrio de la puerta, una duda sospechosa me embarga, apuntala mi corazón. ¿Y si los perros están a la espera de que salga para devorarme? Pero algo me decía que debía salir de aquí lo más rápido posible, que mi mujer necesitaba ayuda ya que soy el único que ha quedado. Impulsado por estos pensamientos, me llené de valor y abrí la puerta.

A lo lejos, algo se desplazaba sospechosamente. Con el manubrio en la mano, por si acaso algo pasaba, salí. Noté que el ruido provenía del edificio que aloja el  manicomio, el cual estaba en completa oscuridad. Como eco, una voz grave quebró el silencio -será mejor que no vaya usted allí, justamente fue donde inició todo esto-. Mi estado de perplejidad creció cuando volví el rostro. Un ser mitad hombre y mitad perro era el que hablaba. El corazón no pudo soportar, se detuvo al instante.
Cuando abrí los ojos, Lucrecia, quien es enfermera de manicomio, estaba a mi lado poniendo un torniquete sobre la herida de mi pierna derecha, mientras Newton lame la rodilla izquierda.